El joven aquí retratado no deja de ser humano, un mortal ruborizado o una cosa risoria de algún culto improvisado. Flotan verdades para mencionar que el original de carne difiere mucho de este retrato; quizá sea esta la única manera de poder salir decente ante el ojo ajeno, claro todo por encargo de la muñeca del autor quien descifró, interpretó o -muy probable- mentó sobre su lienzo lo que para mí resultó ser un retrato insospechado.

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He aquí yo con la cabeza inmaculada, improvisando una pancarta de fruta para que el cristiano de a pié me juzgue de pagano por ser una especie económica de Cristo (un Cristo de la maracuyá). ¡De qué preocuparse! algunos tienen espinas y otros rosas, yo, un rótulo de la passiflora edulis. Confieso mi discrepancia contra aquella pincelada de tiempo prolongado que me inmortaliza como un greñudo o versión actualizada de un Ramones que no pedí ser, aún así el terminar de mi cabello es un goce de ondas o una imitación de un acabado femenino si es que mi nombre fuera el de Ricarda. De algún modo: seducción. Ya al rato la piel casi rosa presenta sus rutas de cejas desniveladas (así soy yo no sin antes darme por advertido), la ceja izquierda es casi un boomerang a punto de ser lanzado, y antes de acabar el trazo la duda o la mano temblorosa lo definen volátil. Con el ojo derecho de victimario y el izquierdo de víctima (o quizá oceánico como el de un Neruda a discreción) el tipo del retrato tiene la mirada fija hacia un lugar infinito que no podemos observar; mira de tal modo que parece tener dos kilos de vergüenza en los ojos: algún pecado, alguna canallada o fue pillado de puro seductor en pose X. No posee nariz ni boca que se aprecie pero le cubre una muy posible distorsión de cabellos amenazantes detrás de sus lacios. Las manos son un misterio pero no las muñecas en actitud de beso. El mismo tono rosa desciende por los brazos en forma de triángulo inconcluso para terminar con el amarillo de su remera tipo sol (que se encuentra virgen al demonio que habita actualmente en el).

[A último momento he decidido subir este Post hoy martes por la mañana. Ya había guardado todos los esfuerzos por publicar algo en esta fecha.]

Hoy martes veinticuatro mi vida se va haciendo añeja. De algún modo cada año que almacenamos en el cuerpo nos pone al alcance de la vejez (a mi edad: a paso lento pero ahí vamos). De todas las fechas de cumpleaños, pocas son las significativas: el primer año de vida, los cinco años, los dieciocho años y bien luego podría ser: los maravillosos 25 años, tu primer cuarto de siglo.

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Cumplir mi primer cuarto de siglo en esta tierra no me alienta pero tampoco me desanima (lo más probable es que sea el primero o el penúltimo que viviré, todo eso porque alguna -o dos veces- confesé aquella extrañísima sensación de que mi vida no sería abundante; aquel lema de Jim Morrison: "Vivir rápido, morir joven, para dejar un cuerpo hermoso" [me resulta complicado lo último], es un ejemplo de lo que ronda en mi cabeza). Falta demasiado pero, aún la vejez no me suena bien. Detesto imaginar que algún día estaré sentado en una banca de la Plaza Mayor dándole de comer a rechonchas palomas, pillando a las jovencitas con sus trajes ultra diminutos y sin poder entender los chistes de moda. Todo aquello no me encaja en los bloques del cerebro.

Por otro lado, no sé qué ocurrió conmigo en mi primer año de vida, nunca lo supe; pero sé que mi primera fiesta de cumple fue a los cinco años: ese día mi cuerpo de grueso infante era retocado con un trajecito celeste, era una camisita de niño bien y un diminuto o poco provocador short para cubrirme las piernas de leche. La casa era pequeña y los niños abundantes (mis hermanillos, mis primillos y mis vecinillos); en la mesa los bocaditos y postres reposaban estirados de la forma más pichona posible (la gelatina y la mazamorra de mamá es ya harto conocida por aquí). Mi primera y única piñata la tuve en aquella matinée; se trataba de ALF, al que le metí más palo que a un reo palomilla, curiosamente el maso de plástico era también un souvenir de aquel diminuto alienígena. Después del ensañamiento contra el peludo ser de Melmac, quedaron regados los niños bajo los dulces. Por último, recuerdo que aquella tarde la música la ponía papá y con micro en mano me invitaba a decir algunas palabras “todo estaba bien hasta que llegaron las niñas”.

No tuve, ni quise una fiesta de dieciocho años.

Sobre mi flojo historial de regalos que tengo acumulado solo una vez se atrevieron a obsequiarme un apapachable e inocente peluche con un mensaje subliminal, y luego también un pedazo de algo que identifico como melamine, de seguro arrancada de una carpeta universitaria. Para aquellos que deseen extenderme un saludo con el brazo derecho y con la izquierda acercarme un sorpresivo regalo, he aquí una pequeña guía, algo que me hace falta y que, claro, lo he reservado para esta fecha: libros como “Antología poética” de José Watanabe, “El pintor de Lavoes” de Luis Miranda, “Juventud” de J. M. Coetzee, "Biografía de Virginia Woolf" de Quentin Bell, a de faltarme también una agenda colorida (las ejecutivas las detesto), además de una libreta de apuntes, una buena película under, una funda de notebook, un nuevo mp4, headfones y headfones, y por último alguna rareza dentro de una caja amarilla. Ya están avisados (vale aclarar que yo personalmente puedo ir a recoger mi propio obsequio).

Hoy es una fecha única, cumplir mi primer cuarto de siglo lo hace especial. Visto de otro modo: hoy es el maldito martes veinticuatro y soy 25 años menos joven.

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001.- Oficialmente declaro a esta canción como la que me recordará este día de mi primer cuarto de siglo. Ellos son The Czars.

Estoy otra vez de visita en Suluze, Tuluze. Viajo aquí cada vez que la pestaña me vence, cada vez que el ojo derecho se clausura. Viajo aquí cuando el párpado se me cae. Es medio día y ya el hambre abunda: el estómago me habla con ecos y lo mando callar entrando a un restaurante de enorme sala en el que solo se sirve sopa. Me reciben los manteles blancos con sus mesas redondas; aquí dentro todos celebran su apetito con suma tranquilidad. El tañer de las cucharas es el soundtrack indicado para la gula de los suluzianos.

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De pronto algo parece ocurrir al otro extremo de la sala, allá donde las ventanas gigantes dan paso a la luz. A primera impresión alguien sufre un pequeño impase con la sopa, es muy probable que un pedazo de carne le haya jugado un mal momento a un comensal que prontamente se ve rodeado de cuanto chismoso ya sin apetito. Lo que ocurría ahí era un pequeño accidente que pronto, dado su tiempo de alargue, ya no tenía nada de pequeño.

La extraña y única manera de comunicarse con el número de emergencias es tomando la sopa. Así es, dándole sorbos a esa cuchara y cargándola en aquel plato hondo de amarillentosa agua grasosa con fideos. “Juiiish, juiiish”. Nadie contesta. Imagino que al otro lado de la línea la sopa aún no se cocina o la dejan enfriar (aquí no existe la sopa instantánea). “Es el 105”, me recuerda un tipo con traje sastre y cabello canoso al que le estoy robando la sopa. No tuve éxito con la sopa-llamada.

Ya había pasado varios minutos desde que rodearon al pobre comensal en apuros y decidí acercarme a engruesar la sarta de fisgones soperos. El acto ya no era dentro del restaurante, todo se había mudado a la calle. Afuera la ventana abierta de un edificio vecino parece exhausta y muestra la cortina hacía afuera como la lengua de una boca. El comensal está muerto y el asfalto negro era la única muestra de respeto para aquel tipo cuya cabeza explotó en el. A este suicida no le gustó la sopa. La sopa cobró venganza.

La sangre avanza hacía su propia ruta delante de nosotros. La sangre, la sangre. Aquí no hay paramédico que pueda salvarle la vida a ese hombre. Aquel hombre ya no es más uno de los nuestros: ya no está vivo y su cuerpo está cubierto con periódicos que podrían tener en sus páginas la noticia de otro suicida como él, y mañana otro suicida será recogido del asfalto con la noticia de este hambriento comensal que acaba de aventar su vida por una ventana. El suicida tiene valentía, pero la valentía no lo merece a él. Qué importa, a ningún suicida no le importa lo que diga esa vieja gorda llamada Valentía.

Ya cuando el cuerpo es levantado del asfalto, cuando la multitud ya no tiene morbo que observar, veo a mi primo llorar. El suicida de cabeza mutilada era un tío mío.



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