Estoy otra vez de visita en Suluze, Tuluze. Viajo aquí cada vez que la pestaña me vence, cada vez que el ojo derecho se clausura. Viajo aquí cuando el párpado se me cae. Es medio día y ya el hambre abunda: el estómago me habla con ecos y lo mando callar entrando a un restaurante de enorme sala en el que solo se sirve sopa. Me reciben los manteles blancos con sus mesas redondas; aquí dentro todos celebran su apetito con suma tranquilidad. El tañer de las cucharas es el soundtrack indicado para la gula de los suluzianos.

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De pronto algo parece ocurrir al otro extremo de la sala, allá donde las ventanas gigantes dan paso a la luz. A primera impresión alguien sufre un pequeño impase con la sopa, es muy probable que un pedazo de carne le haya jugado un mal momento a un comensal que prontamente se ve rodeado de cuanto chismoso ya sin apetito. Lo que ocurría ahí era un pequeño accidente que pronto, dado su tiempo de alargue, ya no tenía nada de pequeño.

La extraña y única manera de comunicarse con el número de emergencias es tomando la sopa. Así es, dándole sorbos a esa cuchara y cargándola en aquel plato hondo de amarillentosa agua grasosa con fideos. “Juiiish, juiiish”. Nadie contesta. Imagino que al otro lado de la línea la sopa aún no se cocina o la dejan enfriar (aquí no existe la sopa instantánea). “Es el 105”, me recuerda un tipo con traje sastre y cabello canoso al que le estoy robando la sopa. No tuve éxito con la sopa-llamada.

Ya había pasado varios minutos desde que rodearon al pobre comensal en apuros y decidí acercarme a engruesar la sarta de fisgones soperos. El acto ya no era dentro del restaurante, todo se había mudado a la calle. Afuera la ventana abierta de un edificio vecino parece exhausta y muestra la cortina hacía afuera como la lengua de una boca. El comensal está muerto y el asfalto negro era la única muestra de respeto para aquel tipo cuya cabeza explotó en el. A este suicida no le gustó la sopa. La sopa cobró venganza.

La sangre avanza hacía su propia ruta delante de nosotros. La sangre, la sangre. Aquí no hay paramédico que pueda salvarle la vida a ese hombre. Aquel hombre ya no es más uno de los nuestros: ya no está vivo y su cuerpo está cubierto con periódicos que podrían tener en sus páginas la noticia de otro suicida como él, y mañana otro suicida será recogido del asfalto con la noticia de este hambriento comensal que acaba de aventar su vida por una ventana. El suicida tiene valentía, pero la valentía no lo merece a él. Qué importa, a ningún suicida no le importa lo que diga esa vieja gorda llamada Valentía.

Ya cuando el cuerpo es levantado del asfalto, cuando la multitud ya no tiene morbo que observar, veo a mi primo llorar. El suicida de cabeza mutilada era un tío mío.

4 Comments:

  1. Noelia A said...
    Con el calor que hace acá hoy, el sólo hecho de imaginar gente tomando sopa caliente, me hace sudar!
    Pero bue, vaya con el tío. Es que las sopas no son buen consuelo para suicidas.
    Lolle said...
    uhmm no entendi muy bn... pero lo q se es no me gsuta la sopa x_x

    x eso estoy chata x_x
    Anónimo said...
    [ oruga dinamitera, llévame contigo en tu nave watanabe ]
    Manu said...
    Te falta contar la historia del antro, cuna de brujas y seudo vampiros, donde bailan como si fueran toreros o estubieran agarrando a latigazos a alguien...
    De los restaurantes donde a las 3am nadie nos quiere vender pollo a la braza... del medio ensayo...
    De nuestra futura aventura atrapando marcianos, y creyendonos cazafantasmas....
    Sabes aun las teclas... me atrañan y yo a ellas....
    No hace falta decir quien soy... o Si?

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