Tres amigos se reencuentran después de más de medio año de separados. Uno se casó a finales del 2007 para después retornar a Pisco donde trabaja y vive siempre acompañado de su esposa. Ambos están a la espera de su primer hijo. El segundo amigo administra o es uno de los administradores del negocio familiar, dedicándole tiempo completo a ello. El tercero… el tercero simplemente quiso desaparecer por un buen tiempo aprovechando que el primero abandonó la ciudad y que el segundo se dedica al trabajo familiar. Tan sólo va y viene de su labor como diseñador. Se juntan, ríen al evocar las historias en común, se informan de lo que hace uno, se ponen al corriente de lo que hace el otro. Ya no se emborrachan como aquellos sábados por la noche, ahora comparten un vaso de mazamorra morada y piqueos de un pote de plástico. La amistad es un afecto perdurable y ellos lo saben bien.

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Mi visita después de muchas lunas a casa de Luis coincidió con una llamada de Peter a mi celular. Dice que está en Lima y que si nos podemos volver a juntar en su casa (o bueno en lo que era su casa). Quedamos. Iremos a las siete. Luis y yo avanzamos con paciencia al ritmo de quien compra el pan de los domingos. Hoy es domingo por la noche y vamos vestidos con ropa de calle y no con batas mañaneras. Nos detenemos a comprar una Inca Kola de litro y medio que Peter, vía teléfono, nos encargó. Realmente parece como si volviéramos a ver a Peter después de una operación o similar pues desde ya hace un buen tiempo no sabemos de él. No sabemos de nosotros.

Tocamos el timbre. Desde el pórtico de su casa hasta su sala todos cruzamos saludos. Allí está Bianka, la esposa de Peter, con la barriga hinchada de cinco meses de embarazo, y el hermano de esta. Los más experimentados saludan con palmadas en la espalda. Es cuestión de adecuarse a la idea de que aquel grupo de tres amigos que se creían inseparables se reencuentran después de más de medio año. Tomamos asiento. Al frente mío: Peter, y a su izquierda: Luis. Al centro, en la mesita, un pote de plástico que no rebalsa en piqueos y que Charles, el hermano de la esposa de Peter, se compromete a hacer desaparecer.

Sentados ahí, la cháchara empieza con Inca Kola en mano y con el abandono que Peter hizo a su cuarto. Las palomas, nuevas inquilinas, le están muy agradecidos por tremendo palomar ofrendado. “Esa vez lo limpié con espátula”, reniega amablemente. La antigua habitación de Peter nos trae recuerdos: la vez en que una caja familiar de pizza convivió debajo de su cama por varios meses. “Se desintegró”, chacotea Luis y agrega “pero esa caja, puta, habrá estado un año”. “No, no lo creo, seis meses”, acometió Peter.

Nuestro anfitrión nos habla de la reconstrucción de Pisco después del terremoto y de su trabajo en la Planta de Tratamiento de Gas: “Una de las cosas que tengo que hacer es la medición de tanques. En vez de meter un fierrito metes una wincha. Tú tienes que poner una cremita y lo mides”. Me parece que tratara al tanque como a una cocinita de primus. No lo sé. Me doy. “Si un tanque llega, por algún motivo, a incendiarse se tiene que controlar con el sistema contra incendios… pero cuando ya prende ya fuiste”.

En el otro extremo, Luis se empacha en contarnos de sus salidas con “La China”, es una coordinadora de producción que trabajó en un programa de rock en la TV. Salieron a pasear por LarcoMar y él divisó a sus amigos y prefirió no presentarla. “Pero se calmó porque le invité un Baylis”. Santa solución. De lo que nos pueden salvar las copas de Baylis. Punto a favor para el licor.

La retahíla prosigue en la sala y en la cocina Bianka prepara un postre morado que luego nos da a probar. Al fondo, en el antiguo cuarto del abuelo, la hermana mayor de Peter en escenas con una de sus amigas de la universidad y una del colegio. Yo me siento cómodo. Siempre fui bien recibido en aquella casa. En las paredes las fotos de la familia que vive fuera del país. Reconozco una sonrisa. Giro la mirada: Sasha, la octogenaria perra de la casa, ladra en protesta de su enclaustro en el segundo piso. “Guau, guau”.

DIAS DE MATEO
Por un buen tiempo todos los sábados por la noche nos reuníamos en la habitación de Peter, las provisiones las compraba él (entiéndase por provisiones a las enormes bolsas de Chisito que cargaba al hombro). Departíamos algunos tragos y navegábamos toda la madrugada en Internet. Su casa siempre desabitada nos facilitaba el morbo. Fue ahí donde nació “Mateo” interpretado por el súper abogado Luis. Teníamos un correo propio de nombre “hoy pierdes” con el que chateábamos por el Messenger y otro en Yahoo al cual perdimos el rastro. Reímos a carcajadas al recordar el ingenioso y pícaro pero inofensivo nick de “Eyaculator” y “Cam x Cam” para ingresar a las salas del Latinchat. “Una vez, recuerdo, entramos al Latinchat con el nick de Eyaculator y nadie nos hablaba”, contaba Peter. “Sí, yo recuerdo que nos hablaban los maricones: ‘Pie grande’, ’20 centímetros’. Esos huevones nos respondían al toque”, intervino Luis. Luego corre la anécdota de cuando jodimos a un maricón que nos empezó a hablar, y con la ayuda de la webcam logramos capturar su rostro, luego lo pasamos al Paint para agregarle la frase “Maricón de mierda”, y lo rematábamos con cartelitos mofándonos de él. Sí, claro, actuamos mal pero cuando uno es joven sólo piensa en el momento así que en ese instante no pensamos en su dignidad (por favor a los señores del MOHL, no queremos tener problemas. No manden cartas). En aquellos días de Las Noches de Mateo, Luis chateaba con una colombiana a la que le envió una foto de stripper y ella se la creyó toda. Intercambiaron webcam y le mostró el torso desnudo, luego observamos a la pobre colocha morderse los labios. Un calorcillo ilegal se producía en su trémula piel morena. Las Noches de Mateo, siempre resultaron de ese tono pícaro y madrugador.

Evocamos aquellas descargas memorables del Ares. Los sonidos de orgasmos: la del pato Donald. “Who’s your daddy?”, se escuchaba en ese mp3. El famoso “Oh yes, oh yes… Don’t stop, don’t stop”. “Pero ahora a salido una con la versión de Darth Vader”, nos actualiza Luis.

No se puede evitar mencionar el famoso video que descargué ‘ac-ci-den-tal-men-te’ un día de fin de año en la habitación de Peter. Buscaba la página web de nuestra banda desde el mismo portal de Galeón (por entonces nos reuníamos a hacer algo de música). Abrí varias ventanas y de click en click… “Ese huevón me mostró ese video. Me traumó. Me dolió a mí al verlo. A todo el mundo se lo cuento y hasta ahora no lo creo. Yo lo cuento para que lo busquen”, testimoniaba Luis. “Llegaste a encontrar lo que buscabas”, vacila Peter. La historia dice que descargué un video de aproximadamente unos veinte segundos de duración que tenía como protagonistas a una pareja desnuda. “El pata estaba echado en un sillón y la flaca había terminado el ‘golo-golo’, y con un consolador se lo metió por el pene y el pata…”. “Se lo metió por el ojo de tondera”, interrumpe en risas Peter, siempre tan directo. “Fue horrible huevón”, comenta Luis aún conmocionado y casi adolorido como el protagonista del video.

Recordamos el famoso Cachondísmas.com, una web en la que supuestamente se chateaba con mujeres en vivo. “Ese huevón trajo Cachondísimas”, me acusaba Luis. Portal en la que Peter y yo una vez entramos a chatear desde nuestras respectivas casas. Nos sacaron del Chat en cuestión de minutos.

En aquellas Noches de Mateo nació una apuesta en que Peter le vaticina a Luis la existencia en menos de 10 años de un traductor de idiomas pero sólo utilizando la voz. El monto de la apuesta es de 100 dólares. Tengo la grabación de la apuesta y ya falta como ocho años. Yo no me meto. Antes de eso vaticino que el dólar se habrá devaluado y que habrá un tsunami con siete arco iris.

RECORDAR ES VOLVER A CONTAR
“¿Se acuerdan de la mosca?”, pregunté por aquel auto Toyota de Luis, al cual bauticé así porque se caía a pedazos como en la película. Cierto día, hace ya varios años, íbamos de noche dentro de ‘la mosca’ por la avenida Dominicos, por entonces apenas excedíamos la mayoría de edad, de pronto un policía nos detiene advirtiéndonos que vamos en contra. Se apiada de nosotros, nos ve la cara de párvulos asustados y en un ademán de manos nos deja ir. Al aspaviento se le agrega el que no llevemos encima el cinturón y conducir con las luces apagadas. “Jefe lo estoy llevando a la cochera”, fue lo único que dijo, por entonces, Luis. Otra experiencia similar y policial fue aquella cuando enrumbamos a Condevilla con un equipo de sonido a bordo tan solo para comprar cuerdas de guitarra. Sin brevete y, creo, también, nuevamente, sin cinturones pasamos veloz cerca de una patrulla policial. “Actúa normal, actúa normal”, nos enfundaba en valentía Luis.

EN EL NOMBRE DEL BEBE
Peter será padre por primera vez dentro de pocos meses. Empieza la discusión sobre el nombre que ha de llevar su primogénito. “El primer nombre pensado era Sebastián pero quedo Ian Sebastián”, nos da la exclusiva Peter. Cuenta que eligió ese nombre por el vocalista de Joy Division (me imagino al ver la película Control). “Ponle Bono”, ataca Luis. El bebo no ha nacido y ya quieren que sea un pelotero. “Ya sabes. Me lo traes y yo lo hago crack del fútbol. Vamos a medias. Lo llevo al Real Madrid y nos hace millonarios y nos saca de este miserable país”, dice Luis, su futuro representante.

Insisto en mi ofrecimiento de hacer los partes para el Baby Shower. “Pero la fiesta la pones tu”, le advierto. “Le compro un carro si tú le pones a tu hijo Eudoro o Patroco”, siempre ingenioso Luis. “Oye piensa un nombre van a ponerle Sebastián”, me dice Luis que después parece tener la solución “ponle Mateo”. Entonces salta la pregunta. “Ya ¿pero si es mujer?”. “Naina Estefanny”, dice la futura madre. “¿Qué significa Naina?”, pregunta Luis. “Ojos bellos, en hindú”, responde. “Pero ni siquiera has visto sus ojos”. Reímos todos.

La importancia del nombre parece que va muy en serio en Peter y su esposa. Luis ataca de nuevo e increpa a Peter. “Dos nombres ¿para qué? ¿Tú usas tu segundo nombre? ¿Quién te llama Leen?”. “Así me dicen en mi chamba”, responde. “A ti te dicen Pipilín”, le digo. Nuevamente Luis tiene otra alternativa “ponle cinco nombres para que escoja”.

Bianka recoge los vasos de la mazamorra. Sasha ladra. Se abren las puertas del cuarto que está al fondo. Sale una amiga de la hermana de Peter. Se va y con ella Luis también. Minutos después hago lo mismo pero con Peter quien ya no vive ahí, le acompaña su esposa y su hermano. Nos despedimos de la hermana de Peter. “Pórtate bien”, aconseja la futura tía.

Llevamos la misma dirección y tomamos un taxi. Cuidado: bebé a bordo.

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[A propósito de viajes en taxi, esta es otra crónica dentro de una lata rodante al servicio público. Esta vez voy revestido de locura y con ganas de morder (y de ser mordido)]

“Si no entrarás al edificio de fierros lineales del ‘Brit’ puedo acompañarte a casa”. “Sí, pero a qué hora vienes parisino”. Aquella charla de Messenger fue el inicio a un nuevo capítulo de nuestras salidas clandestinas (aquellas siempre a espaldas de nuestras madres). Todo imperfectamente perfecto, nocturnamente bello y sobretodo –ahora más que nunca- risible. Sin planes elaborados, tan solo seguir el camino cercano y hacer lo que la suerte te pueda permitir como una excursión a una municipalidad sin previo aviso, y si tienes uno de esos ataques al cual identificas como uno hiperactivo, tranquilo… será bien recibido por tu compañera de turno (a mi me funcionó).

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Sentados en el asiento posterior y disfrutando de viajes en taxi -siempre debida y apaciblemente alfombradas- fuimos dos veces transportados dentro de cápsulas latosas rodantes al servicio público. Allá atrás, en ese asiento posterior -en el que nuestras posaderas reposan tibias en invierno- había una pareja amante del arte que se turnaba para viajar sobre las piernas y tener una perspectiva de infante con un toque de rostro nunca tan bien recibido. Un día atípico siempre al lado de la chica de anárquico y confuso cabello pajoso.

BEBE EL AMOR DE MADRE
El punto de encuentro es un Hipermercado de color amarillo verdoso, en el que sus colaboradores visten uniforme endeble muy llamativo por sus tonos (parecen unos amables comodines escuálidos). Llegué con escasos minutos de retraso, ella no llegaba y pensé que se había ido. Pero insisto, tanta espera recompensa, y, así, a lo lejos alguien me saluda con un brazo a media altura: era el suyo. Cenid estaba conmigo una vez más pero tenemos muy poco tiempo para cualquier cosa que podamos hacer juntos; una película no nos tendría como espectadores finales y descartamos esa opción. Tantos lugares para visitar en aquel lugar pero resulta siempre mezquino el tiempo hacia estos dos muy tirados a la suerte de Dios. Nos contentamos decidiendo comer unos postres fríos expendidos en un Supermercado de colores patrios. Ya ubicados en una mesa me cuenta que renacen sus deseos de estudiar Filosofía, esa carrera nunca conformista que adapta, reinventa y reta a las nuevas ideas. Quiere dejar el Diseño pero irónicamente aún le gusta; hace notorio su agrado por el resultado final de una pieza de arte, y se queja de la labor sacrificada que se lleva a cabo para ese resultado. Está en su primer ciclo y poco le falta, creo, para que decida por su traslado interno. No me queda más que aconsejarle que haga lo que más le gusta: que si quiere Filosofía que lo tome, y si el Diseño –aún- le gusta, que por ahora no lo deje, talvez en un tiempo futuro pueda hacer una pausa decidiendo que es hora de tomar por asalto las teorías, algunas tanto complicadas de la Filosofía. “Si quieres resultados, sufre”, recomendé masoquistamente. Otra vez duda sobre que elegir.

Hoy trae consigo un polo que resulta ser un emancipador de piel desnuda: su pecho es un lote baldío color canela. Poco puede hacer el frío para tocarle la piel y tirita mi corazón. Congelo la respiración y hago notorio una acción elegante: observo su garganta oscilar con cuidadosa suavidad al beber de una botella de Frugos; sigo ese trayecto, ese viaje líquido que hace la pulpa dulcemente industrializada. Allá, en su tráquea, su piel se eleva al paso que avanza la pulpa y entonces la pierdo de vista para continuar con un recorrido ficticio. Tras esa piel hay un viaje líquido proveniente de un embase de vidrio que para ella significa el “amor de –su- madre”. Muy conmovida por esa idea tras hurgar en su bolso, ella me invita de su néctar “bebe el amor de madre”, me azuzó. El tañido de las sillas acomodadas sobre las mesas por hombres vestidos de rojo, y una luz que se apaga tras otra, nos advierte que el lugar está cerrando.

Descendemos por las escaleras y empieza un acto del que quizás se trate de una despedida anticipada (de esas que siempre odio). La misma historia se repite: la de la madre que emigra y que con el pasar del tiempo, tan pronto como un resfriado de invierno, se lleva a sus hijos. La madre de Cenid, en menos tiempo en que se prepara un Ajinomen y con la incólume idea de viajar a España, vaticinó el futuro de su hija en dos segundos, de los cuales, creo yo, utilizando un pan francés de bola de cristal, imaginó pagarle a su hija la carrera artística, verla establecida y casada con un español. Creo que en dos segundos más le pronosticaba la herencia, la cantidad de hijos, la dirección exacta donde viviría y el nombre de su ama de llaves de nacionalidad inglesa. ¿Por qué las madres son tan crueles para con uno? La maldición de un efecto retardado me sigue. Soy un chico imán.

PRIMER TAXI: A MORDIDAS APRENDI
Abordo de nuestro primer taxi mi cuerpo es extraño. Ella saca de su bolso mi CIA (Cuaderno Intel Azul), aquel que me sirve de borrador de algunos escritos, que se lo di a guardar en el momento en que nos vimos. Lee algunas líneas y entre hojas se percata de ese texto ‘Vacaciones en Suecia’, lo evade. Quería saber su opinión. Reconozco mi atrevimiento al mostrarme como un amante anónimo seducido por la idea de escribir líneas al escuchar los tracks de un disco. (Vamos, ese también soy yo, muy adelantado, sí). Ella abre su agenda Lucho Hernández, repasa las hojas y me esconde con un celo feroz algo entre sus escritos. Qué diablos pudo haber sido; seguro algo de un admirador de clase, una carta dirigida a un fulano, o una misiva de ‘Cesos’ declarando una vez más y por escrito su amor a Cenid (la primera vez fue por el Messenger). Qué diablos, no me incomoda. Observamos sus dibujos: “esa es una galaxia”, “aquello es un planeta”, “aquí están los ojos pero… no tiene forma”, son las cosas que llegamos a decir al ver sus diminutos dibujos crípticos; riendo cada tanto al descifrarlos. Tal escena me aceleró los nervios y la ansiedad; mis manos temblaron y no pude controlarlas, cerré y abrí los ojos a una velocidad en picada. Debo... le debo hacer algo. Le digo que estoy hiperactivo. (De vez en cuando siento esa sensación de querer estar en movimiento. Es una locura manipulable). De pronto mis manos cubren sus orejas pues suena por los parlantes del taxi un track que no le gusta, presionando cada vez más hasta que no me pueda oír. Aún, igual de hiperactivo, ella ofrece sus manos para mi disfrute con la advertencia de tener cuidado con su dedos recientemente heridos. Su brazo derecho es mi trofeo a mi locura y lo meneo como un bebé. El movimiento veloz de mi cuerpo no cesa. Realizo gestos “locuros” que no son percibidos por los autos vecinos: mis manos deslizándose y dejando un rastro de víctima sobre la ventana. No puedo más. Ella me invita a morderla como parte de una solución. Desnudo su brazo diestro y procedo con una escena carnívora: morderla a mi antojo. Ella me convierte en un animal. Entonces nos mordemos la misma cantidad de veces sentados sabrosamente en el asiento posterior del taxi. Adictos a las mordidas con los brazos desarmados de telas que los cubran, inyectándonos los dientes como agujas: el veneno de nuestra saliva (que hacía su aparición después de larga ausencia de descanso). Me hacían tan bien esos mordiscos soporíferos. Tan cerca de ella y apunto de acabarse nuestro viaje, y con restos de mi hiperactividad aún vigente, termino por dejarme caer sobre sus piernas. Tenía la perspectiva de una visión de niño observando los hoyuelos de su nariz. El viaje está por terminar, dentro de unos minutos llegaremos a su casa, pienso rápido y sugiero ir más lejos, ella acepta y extendemos nuestra escena. “Señor llévenos a la Municipalidad de Los Olivos, le pagamos lo que sea”, exclamó. Ella y yo viajando en amorfa posición. Tendido sobre su regazo ella me calma con un dedo sobre la nariz. Yo sobre sus piernas y con el calor de su vientre me siento sedado dando por concluido todo acto de hiperactividad. “A veces, después me siento como sedada”, me dice despacio al ritmo que lleva la escena. Cierro los ojos para que mi mano se comprometa en tocarle el rostro: se topaba con su cabello y la frontera entre su cabeza y cuello. Mi mano se desliza a su antojo: recorre sus cejas, baja por las pestañas y encuentra su ojo cerrado, seguido se desliza por su nariz y desemboca en sus labios, toma parte del mentón, cae por su cuello y vuelve a subir por su mejilla. Fueron diez segundos que Dios me puede envidiar en su condición de un ser no-terrenal. Se repite la escena pero en desorden y con mis dedos cada vez más torpes. Todo iba bien hasta que… “¿Aquí esta bien?”, preguntó nuestro taxista.

SEGUNDO TAXI: EL TAXI DE LA FURIA
No perdemos tiempo y reanudamos, nuevamente, el regreso a casa en nuestro segundo taxi del día. El vehículo abordado es similar al primero y las costumbres se repiten. Ella me invita a su regazo dándose ligeros golpes de muslo, yo sin dudarlo me acerco más y la abrazo. Suena por la radio un tema de Juanes. Éramos nuevamente nosotros dos, tan abrazados como antes, con los rostros tan próximos y con la ventaja de haber pasado por un cuadro de hiperactividad que ayudó a que mis movimientos se aflojen. Beso sus cabellos con la ilusión de volverle a besar los labios. Le hago espacio para que acueste en mi lecho, era el momento para contemplarla y repetir la escena de hace unos días en los que jugaba con sus labios y ella intentaba poder reír. Lo hace. Se acomoda las prendas: sus pellejos desnudos pueden ser transmisores de gélidos vientos. Verla tierna sobre mi, me llama al goce perfecto. Su suavidad se desata y queremos un viaje largo (ella no quería que acabara al igual que yo). La idea de un viaje infinito aún no existe. Suena por la radio Maná y no nos gusta para nada, nos dopamos los oídos y recomiendo cantar siquiera una canción de cumpleaños: ‘Rompe la piñata’. Mis dedos a la suerte de baquetas golpean su frente como una tarola, es la introducción de la canción y luego… “¡Piñataaaa!!!”, repetimos a la vez. Reímos. Suena ahora Soda Stereo: ‘La ciudad de la furia’. “Me dejarás caer al amanecer, entre tus piernas”. Me dice que canto aterrador. “Tú también”, me defendí. Siempre tendida sobre mí, la abrazo con celo y le cubro el escote con parte de mi saco a cuadrados en señal de mi respeto a su piel canela mientras se apega más a mí. El taxi hace un giro y cambia de avenida, “en la farmacia, por favor”. Los viajes en taxi llegaron a su fin.

Los viajes en taxi me acercan a ella como un niño a su regazo. Fui un viajante acurrucado entre su vientre. Si existe el viaje perfecto, este se le acercó bastante; y ojalá yo pueda acercarme más y la próxima robarle un beso de la boca, tan perfecto como un taxi que nos trata de pasajeros eternos.

- Iré hoy.
- Salgo 10 para las 8. No demores.
- No lo haré.
- Veremos entonces.

Nuevamente llevo prisa y dentro de un taxi cualquier precio sería el adecuado. Ya los treinta días sin verla se convierten en treinta minutos de distancia. La última vez me negó un libro, pero qué diablos. Sí, una vez más mi cita con la chica de cabello esponja, está por empezar.

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Es Mayo catorce y hace tanto frío para abrazar y ser abrazado siempre contra ese mismo cuerpo: blandamente pequeño y atrevidamente cálido. Esperé en el mismo lugar de siempre instruido por una costumbre reciente. Las manos me congelan y pienso dos veces antes de tocarme los dedos. El tráfico es lento, pesado y escandaloso; todas las rutas palpitan en mis orejas.

Aquí parado, las paredes de la universidad son una suerte de sonrisas a dientes rotos; se observa quien viene de atrás, pero ella aún no asoma a la salida.

El frío inquieta, juega con mis telas colgantes se mueven tan bien que parecen conocerse de tiempo. Viejos amigos. El frío, se inmiscuye en mis prendas e ingresa por espacios reducidos a refrigerarme los pellejos: me eriza y de gallina tengo la piel. Sí, tiemblo, no sólo por las gélidas brisas que me acunan y baten; tiemblo también de nervios. No sé si me vea bien el día hoy. Reciclé unos viejos calzados que poco aprietan mis pies helados; un pantalón oscuro me cubre las pálidas piernas chuecas; un cambiante, pero rutinario, polo blanco; una chompa de cuadros en la pechera que adquirí en un supermercado (pienso que las chompas de cuadros van en invierno: tan alegres como la estación); después de toda la chulería encima traigo un blazer que –creo yo- aún le gusta puesto en mí.

Ya han pasado varios minutos desde la hora acordada. Talvez alguien detiene tu huida.

- ¿Qué ya te vas?
- Sí, ya me esperan afuera.
- Ahhhh…. Te vienen a recoger.
- Es sólo un amigo.
- Y… no nos lo presentas.
- No, es eso, un amigo (…) nada más.

Maldición, a qué hora te veré pasar por los dientes rotos.

Deseo tenerte ya.

Este frío fabrica abrazos de frazada baratas de tigres.

Todos salen ¿dónde está tu cuerpo?

Ven ya.

- A poco te interesa él.
- Sólo salimos.
- ¿Nada más?
- Me lleva a casa en taxis.

Hasta aquí tengo casi de memoria todos los –espero- 37 escalones que tiene ese puente.

Tantos alumnos en esa bendita Universidad caótica que nunca te he visto traspasar la salida.

A mi lado, a un par de metros, tengo a una expendedora de dulces al por menor con su pequeña canastilla rodante con las que uno hace las compras en cualquier mercadillo. Todas las golosinas que comía de niño las lleva ella. Tanta azúcar que envenena no menos que los cigarrillos Hamilton que compran –con pose adulta- algunos universitarios.

- ¿Tiene Winston?
- No, no hay joven.

Un alumno tabacalero enviste una de las tiras de frituras que cuelgan del cochecito y la hace caer, su grupo arma un escándalo a la altura de situación.

Eh ahí la vendedora con su cuerpo extraño: lleva una chompa bajo otra para alcanzar una contextura sospechosa; un gorro de lana le cubre la cabeza. Sentada tiene casi la misma altura que su cochecito y te atiende al pie del puente al que Cenid y yo denominamos ‘Casettes’. Tiene el rostro triste, esconde su mirada con timidez tras golosinas de Arcor y Nestlé con sus envolturas copiadas del mismo arco iris. Chocolates, caramelos, galletas, cigarrillos, gaseosas, etc., de todo vende; sus productos a base de sal, harina, azúcar y nicotina. Ella tiene unos cincuenta años y muchas ganas de trabajar para mantener a, quizás, cinco niños en edad escolar. No mide más de un metro sesenta con su piel trigueña; ni mucho menos, talvez, vivirá por San Miguel. Me observa, tiene algo en los ojos cuando me ve. Si Cenid salió antes de que yo llegara, sería capaz de dejarme un recado con algún extraño y ella podría ser la indicada. Nunca intercambié palabra alguna.

Una policía se le acerca “ya vengo para contarte”, le dice en tono amistoso, a la vez que le obsequia su vaso de café caliente y aún por terminar (el vapor lo delata). Ella bebe el obsequio líquido.

Quiero esperarte más pero el frío me está ganando.

Falta poco más de dos horas para la media noche.

Creo todo es en vano.

Ya los más de cinco chicos que esperaban a sus parejas cerca de mi, salieron abrazados de ellas. No faltó uno, de esos románticos con rosas rojas a las espaldas. Maldito.

La vendedora sabe que mi chica no saldrá nunca, que espero en vano.

Talvez dentro de treinta días me vaya mejor.

Como dice el título de un cuento: Muera el amor y todas sus malditas variaciones pero nunca mueras tú.

21:40 hrs. Nadie me ve y empiezo la retirada.



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