Era sábado ya casi de noche y estaba en la Plaza Manco Cápac. Siempre atento a cualquier percance con macilentos delincuentes que habitan el entorno, pues era un día catorce del mes de junio y acababa de cobrar mi bono. El lugar me altera, sus calles insanas no me brindan confianza y quiero irme cuanto antes. Es fácil ser un maniático si no logro distraerme en un par de cuadras. Los rostros sucios, algunos ebrios, y tanto ruido desordenado que viene de todas partes te enferman. Frente a mi un tipo que le reclama sospechosamente a una mujer acompañada de un hombre, “tan solo quiero hablar unos minutos contigo”, le decía. Talvez sea un parroquiano defraudado o uno enamorado. Su voz es parte del concierto de sonidos de una intersección limeña muy transitada. Los cobradores de combi con sus llamados para ‘jalar gente’ con infaltables mensajes en clave con pendencieros dateros; las bocinas son plañidos de auxilio, cada una a su estilo pide salvación; algunas damas en tratos con promiscuos noctámbulos. Todo forma parte del rito callejero. Cerca a mí una pareja joven que discute sin descaro cerca al asfalto. “Quiero que me dejes en paz”, pedía en llanto la mujer.

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Detengo un taxi y logro hacer un trato con once soles. Abro la puerta posterior y no acababa de sentarme y el tipo ya me empezaba a charlar, “las parejas de hoy”, decía refiriéndose -con cierto tono que le permiten las canas- de aquella pareja que discutía a mi lado. Podía detener la conversación si así lo quería y tener un viaje sobrio, no tenía por qué charlar con él, pero accedí a la cháchara con el taxista. Él partió del punto que también estaba en discusiones con su actual pareja a la que cariñosamente se refería con la palabra “cuero”; ya hace dos días llevaba una pelea con ella. Dice rescatar su belleza. La edad de su “cuero” es de “cuarenta años” y hace minutos acababa de llamarla para decirle: “hola ¿te puedo ver?”. Galantea con desenfado y comenta no tener problemas con sus “cueros”, salvo con ese y uno más por ahí.

Él es un tipo casado pero -por lo que me cuenta- la casada es su mujer. Ya no existe el amor entre los dos y saben que las cosas ya no son lo de antes. Tiene más de sesenta años y sus arrugas delatan una vida trajinada, ya no le queda mucho cabello en la cabeza pero parece poco importarle; su frente amplia permite contarle algunas manchas con suma facilidad; lleva lentes de lunas gruesas, siempre firmes y bien enganchados arriba de las orejas y sobre una nariz que a su edad le seguirá creciendo; un bigote de Monchito, bien teñido en la escala de grises; y a sus dos costados los mofletes le empiezan a colgar o más bien a traicionar.

De rato en rato lleva la conversación mirándome por el retrovisor. Cuenta haberse enterado por el cable de una estadística que dice que un treinta por ciento de las mujeres en el mundo, desde los diecisiete hasta poco más de los cuarenta, están siempre dispuestas para el apareamiento, y que tenemos siempre una sola madre pero venimos de diferentes padres. Cual sea la cantinflada que me haya dicho, este señor no llega a influenciarme en su papel de humano sesentón.

Pero vayamos a su forma con que él le cae a una mujer, que es, pues, sin duda: taxeando (si el oficio más antiguo del mundo es la prostitución, otro bien debería ser taxear). Así se levanta a cualquier hembrita que esté dispuesta, al igual que él, en llevar una aventura. “Así taxeando, no te voy a mentir ya me he levanto cinco cueros”, alardea al volante. Entre las cinco que ya se va levantando me habla de una “señora muy guapa”, que llegó a presentar a unos amigos y dice conocer a sus padres; otra de sus levantes es una mujer a la que no le valió el cuerpo como tarjeta de presentación, sino la voz que fue lo que realmente lo sedució, “me tomó una carrera y desde el primer momento su voz me enamoró”, me cuenta mientras damos vuelta alrededor del Parque de la Bandera.

Cuenta que un día al llevar a uno de sus tantos “cueros” dentro de su vehículo, ésta estiró sus pies sobre el tablero y más que excitación al ver el par de imponentes piernas de su fémina, sintió algo de vergüenza que la gente lo viera por la calle con piernuda escena, “¡oye, cómo vas a hacer eso, baja las piernas!!!”; pero confiesa después que sí le gustó.

Repasa sus aventuras amatorias, la vez que “un cuero quería un hotel de sábanas y toallas blancas, y yo no tenía de dónde”. Dice resultó yendo a uno por la casa barco en la Marina, “pero igual me la culié”. Cuenta maravillas de ese “cuero”, de su comportamiento sobre sábanas. Y que una vez dejó a una en pleno hotel sin dinero, sabe Dios por qué él tomo esa actitud y luego de eso se desapareció para que semanas después la buscara a la salida de su trabajo y “como todo un caballero la lleve a su casa”, concluyó.

Me cuenta sus mañas de cómo saber si la mujer a la que transporta es soltera, todo con una simple pregunta que pasaría desapercibida en una conversación: “pero su esposo la debe estar esperando en casa”, dice, “no, no tengo marido”, le responden.

Ese es mi taxista de turno; el que me sacó de aquel lugar inseguro, el que me reveló detalles de sus amoríos en veinte minutos de viaje a cambio de once soles de mi bolsillo. Lo que sí sé es que si voy acompañado jamás me lo querré cruzar por el camino.

- Uno hace todo para complacerla.
- Sí, por ejemplo queda verse a las seis y treinta en el Metro de la marina.
- Ah te vas a encontrar con tu cuero. Sí, sí, sí llegamos.

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2 Comments:

  1. Anónimo said...
    aluscina que la historia en si es poco interesante y por demas decirlo redundante pues quien no sabe que los taxistas tienen mil y un historias y la mayoria son de "levantes", pero al amrgen de eso, las palabras usadas en tu relato le dieron un toque intelectual y bizarro.
    Anónimo said...
    al leerlo me sentia como si yo te estaria compañando... hiciste q entrara en el relato.. es algo excelnte...: jetset

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