Allá en Huánuco nació Goya hace como unos cincuentaidos años. Lleva un punto estrella cerca a labios; un lunar que le adorna el rostro y que me recuerda que algún día la bauticé como ‘La tía lunar’. Goya tiene el cuerpo grueso y a la vez delicado; su piel –como toda huanuqueña- es de tono pálido pero actualmente por efectos de los años y de todo el sol que cae sobre ella, su piel es color caramelo. Siempre se compra cremas y champús para su amarillentoso cabello crespo.

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De niño me veía inerme a sus besos resbaladizos por todo mi rostro; no solo me embestía con sus labios, ella usaba sus dientes contra mis orejas “quiero comer orejitas”, decía tiernamente Goya.

Mamá, cada vez que papá se demoraba más de la cuenta en llegar a la casa, pues mas que una borrachera, una aventura se podría haber gestado; ella me pedía, a mis cinco años, calentar la cama puesto que el invierno era muy salvaje entonces.

Mamá es tan afanosa en todas sus labores, como aquella en que me rediseño una casaca jean y le coció flecos en los brazos para una actuación escolar.

Ya hace como cinco años me cantaba las mañanitas cada cumpleaños.

Mi madre nunca fue materialista. Nunca quiso un regalo especial. Siempre amable a recibir cualquier obsequio dado con amor. Años atrás en un día de la madre mi padre le regaló un horno microondas y se lo dio con mucho amor pero también le dio más trabajo en su situación de cómplice ama de casa.

Goya aún no es abuela, no tienes nietos que cargar, bebes que le babeen los pechos ni pañales que cambiar, solo posee un pendenciero gato negro llamado Salim, al que ella acogió ya haces años; éste se derrite al jugar con aceitunas y está acostumbrado a comer cabezas de pollo. Sola en casa, su única compañía vendría a ser Salim, quien todas las mañanas con el pretexto de una cabeza de pollo, pasa rasante e inquieta sus piernas con la cola, entonces mamá se enfrasca en un soliloquio frente al felino y dice:

- Todavía no voy al mercado

- Aunque te vuelvas cariñoso, aún así no te voy a dar.

- ¡Bájate!

- ¿Qué me sobas? No hay nada de cabeza.

- ¡Caramba, todavía no hay! Tengo que ir al mercado.

- ¡Mira tu cara! ¿Qué es eso? Pareces un pandillero todo chaveteado.


Mamá me abraza el alma; se aprovecha, pues, yo le comenté que estaba aprendiendo a abrazar, que recibía clases de cómo hacerlo y no morir en el intento. Cada vez que llego de muy noche me escapo de un abrazo materno, lastimo su orgullo de madre y me gano un lugar en el infierno. Nunca le regalé una de mis tarjetas amarillas de ‘Válido por un abrazo’.

Una vez tuve un sueño en que mamá se murió. Impotente y angustiado me desperté aún llorando, ya algunas lágrimas viajaban por mi rostro. Valla que si tuve lágrimas.

Pocas veces ella con un palo de escoba o un san martín en la mano y con el pretexto de “te voy a sacar la quinta maña”, me correteaba por la toda la casa por una mala nota o una travesura infantil, sin un cuerpo atlético me llegaba a alcanzar.

Mi poco amor es responsabilidad de mi madre; no reniego de lo escaso sino que celebro que en mi exista dicho sentimiento que ella fabrica exclusivamente para mi. Exceso de amor es lo que ella sabe dar a sus hijos y también al que por un rayo de sangre –como si de la misma asunción de un pre infante se tratase- fue impedido de ver la luz a travez de mi madre. Ya no quiero hablar de eso porque es muy triste pero es de hombres recordarlo e incrementar el respeto.

Para su cumpleaños número cincuenta me tocó el turno de improvisar unas palabras frente a todos los invitados; más que hablar con el corazón lo hice con el cerebro o mejor aún con toda la memoria en mis manos, pues no recuerdo mis frases que hizo llorar a mamá. La misma actitud llorosa cuando terminó de leer unos poemas míos escritos sobre una hoja cuadriculada de un cuaderno de secundaria; escribía tan mal de niño cuando soñaba ser poeta, pero eso no le importó a mamá.

¿Qué va ser de mi cuando te vallas? Seré un remedo, un desastre; quien sabe mi escaso amor termine por extinguirse y nunca encuentre más el amor ni en las esquinas de piernas frías.

Mamá lleva el exceso de humanidad y Dios no la castiga por eso, es mas, Dios está de su lado (o al menos eso me hace entender). Fielmente religiosa, católica hasta los huesos como un hincha de fútbol. Con devoción toma la misma ruta los domingos para ir a misa, y con la misma virtud la emprende rumbo al mercado: hace las compras para un almuerzo que casi nunca es familiar. Los miércoles asiste junto con papá a un grupo de oración de matrimonios, un lugar repleto de parejas cincuentonas decididas a no volver a pecar –algunas- de las mismas cosas que yo ahora en mi juventud. Me declaro culpable de todo lo que se me imputa: tardanzas, flojeras, odio, amor, seducción, rapto y ternura; pero vamos, este post no debe hablar de mis descocadas ‘cualidades’ juveniles, debe hablar de mamá la que de memoria se aprendió los gustos de ropa, música y comidas de todos sus hijos.

Yo no podría cambiar a mamá por otra, en realidad eso es tonto; nadie podría cambiar a su madre por otra. Ella me enseña ternuras a brindar mientras que yo esas ternuras y todas las artes también las aprendo a mi modo.

Mamá inmortal, tú nunca deberás morir, yo lo haré primero: doy la vida por ti. Si tan solo me enseñaras una nueva lección de ternura y a no morir jamás como tú.



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