[A último momento he decidido subir este Post hoy martes por la mañana. Ya había guardado todos los esfuerzos por publicar algo en esta fecha.]

Hoy martes veinticuatro mi vida se va haciendo añeja. De algún modo cada año que almacenamos en el cuerpo nos pone al alcance de la vejez (a mi edad: a paso lento pero ahí vamos). De todas las fechas de cumpleaños, pocas son las significativas: el primer año de vida, los cinco años, los dieciocho años y bien luego podría ser: los maravillosos 25 años, tu primer cuarto de siglo.

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Cumplir mi primer cuarto de siglo en esta tierra no me alienta pero tampoco me desanima (lo más probable es que sea el primero o el penúltimo que viviré, todo eso porque alguna -o dos veces- confesé aquella extrañísima sensación de que mi vida no sería abundante; aquel lema de Jim Morrison: "Vivir rápido, morir joven, para dejar un cuerpo hermoso" [me resulta complicado lo último], es un ejemplo de lo que ronda en mi cabeza). Falta demasiado pero, aún la vejez no me suena bien. Detesto imaginar que algún día estaré sentado en una banca de la Plaza Mayor dándole de comer a rechonchas palomas, pillando a las jovencitas con sus trajes ultra diminutos y sin poder entender los chistes de moda. Todo aquello no me encaja en los bloques del cerebro.

Por otro lado, no sé qué ocurrió conmigo en mi primer año de vida, nunca lo supe; pero sé que mi primera fiesta de cumple fue a los cinco años: ese día mi cuerpo de grueso infante era retocado con un trajecito celeste, era una camisita de niño bien y un diminuto o poco provocador short para cubrirme las piernas de leche. La casa era pequeña y los niños abundantes (mis hermanillos, mis primillos y mis vecinillos); en la mesa los bocaditos y postres reposaban estirados de la forma más pichona posible (la gelatina y la mazamorra de mamá es ya harto conocida por aquí). Mi primera y única piñata la tuve en aquella matinée; se trataba de ALF, al que le metí más palo que a un reo palomilla, curiosamente el maso de plástico era también un souvenir de aquel diminuto alienígena. Después del ensañamiento contra el peludo ser de Melmac, quedaron regados los niños bajo los dulces. Por último, recuerdo que aquella tarde la música la ponía papá y con micro en mano me invitaba a decir algunas palabras “todo estaba bien hasta que llegaron las niñas”.

No tuve, ni quise una fiesta de dieciocho años.

Sobre mi flojo historial de regalos que tengo acumulado solo una vez se atrevieron a obsequiarme un apapachable e inocente peluche con un mensaje subliminal, y luego también un pedazo de algo que identifico como melamine, de seguro arrancada de una carpeta universitaria. Para aquellos que deseen extenderme un saludo con el brazo derecho y con la izquierda acercarme un sorpresivo regalo, he aquí una pequeña guía, algo que me hace falta y que, claro, lo he reservado para esta fecha: libros como “Antología poética” de José Watanabe, “El pintor de Lavoes” de Luis Miranda, “Juventud” de J. M. Coetzee, "Biografía de Virginia Woolf" de Quentin Bell, a de faltarme también una agenda colorida (las ejecutivas las detesto), además de una libreta de apuntes, una buena película under, una funda de notebook, un nuevo mp4, headfones y headfones, y por último alguna rareza dentro de una caja amarilla. Ya están avisados (vale aclarar que yo personalmente puedo ir a recoger mi propio obsequio).

Hoy es una fecha única, cumplir mi primer cuarto de siglo lo hace especial. Visto de otro modo: hoy es el maldito martes veinticuatro y soy 25 años menos joven.

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001.- Oficialmente declaro a esta canción como la que me recordará este día de mi primer cuarto de siglo. Ellos son The Czars.



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