[A propósito de viajes en taxi, esta es otra crónica dentro de una lata rodante al servicio público. Esta vez voy revestido de locura y con ganas de morder (y de ser mordido)]

“Si no entrarás al edificio de fierros lineales del ‘Brit’ puedo acompañarte a casa”. “Sí, pero a qué hora vienes parisino”. Aquella charla de Messenger fue el inicio a un nuevo capítulo de nuestras salidas clandestinas (aquellas siempre a espaldas de nuestras madres). Todo imperfectamente perfecto, nocturnamente bello y sobretodo –ahora más que nunca- risible. Sin planes elaborados, tan solo seguir el camino cercano y hacer lo que la suerte te pueda permitir como una excursión a una municipalidad sin previo aviso, y si tienes uno de esos ataques al cual identificas como uno hiperactivo, tranquilo… será bien recibido por tu compañera de turno (a mi me funcionó).

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Sentados en el asiento posterior y disfrutando de viajes en taxi -siempre debida y apaciblemente alfombradas- fuimos dos veces transportados dentro de cápsulas latosas rodantes al servicio público. Allá atrás, en ese asiento posterior -en el que nuestras posaderas reposan tibias en invierno- había una pareja amante del arte que se turnaba para viajar sobre las piernas y tener una perspectiva de infante con un toque de rostro nunca tan bien recibido. Un día atípico siempre al lado de la chica de anárquico y confuso cabello pajoso.

BEBE EL AMOR DE MADRE
El punto de encuentro es un Hipermercado de color amarillo verdoso, en el que sus colaboradores visten uniforme endeble muy llamativo por sus tonos (parecen unos amables comodines escuálidos). Llegué con escasos minutos de retraso, ella no llegaba y pensé que se había ido. Pero insisto, tanta espera recompensa, y, así, a lo lejos alguien me saluda con un brazo a media altura: era el suyo. Cenid estaba conmigo una vez más pero tenemos muy poco tiempo para cualquier cosa que podamos hacer juntos; una película no nos tendría como espectadores finales y descartamos esa opción. Tantos lugares para visitar en aquel lugar pero resulta siempre mezquino el tiempo hacia estos dos muy tirados a la suerte de Dios. Nos contentamos decidiendo comer unos postres fríos expendidos en un Supermercado de colores patrios. Ya ubicados en una mesa me cuenta que renacen sus deseos de estudiar Filosofía, esa carrera nunca conformista que adapta, reinventa y reta a las nuevas ideas. Quiere dejar el Diseño pero irónicamente aún le gusta; hace notorio su agrado por el resultado final de una pieza de arte, y se queja de la labor sacrificada que se lleva a cabo para ese resultado. Está en su primer ciclo y poco le falta, creo, para que decida por su traslado interno. No me queda más que aconsejarle que haga lo que más le gusta: que si quiere Filosofía que lo tome, y si el Diseño –aún- le gusta, que por ahora no lo deje, talvez en un tiempo futuro pueda hacer una pausa decidiendo que es hora de tomar por asalto las teorías, algunas tanto complicadas de la Filosofía. “Si quieres resultados, sufre”, recomendé masoquistamente. Otra vez duda sobre que elegir.

Hoy trae consigo un polo que resulta ser un emancipador de piel desnuda: su pecho es un lote baldío color canela. Poco puede hacer el frío para tocarle la piel y tirita mi corazón. Congelo la respiración y hago notorio una acción elegante: observo su garganta oscilar con cuidadosa suavidad al beber de una botella de Frugos; sigo ese trayecto, ese viaje líquido que hace la pulpa dulcemente industrializada. Allá, en su tráquea, su piel se eleva al paso que avanza la pulpa y entonces la pierdo de vista para continuar con un recorrido ficticio. Tras esa piel hay un viaje líquido proveniente de un embase de vidrio que para ella significa el “amor de –su- madre”. Muy conmovida por esa idea tras hurgar en su bolso, ella me invita de su néctar “bebe el amor de madre”, me azuzó. El tañido de las sillas acomodadas sobre las mesas por hombres vestidos de rojo, y una luz que se apaga tras otra, nos advierte que el lugar está cerrando.

Descendemos por las escaleras y empieza un acto del que quizás se trate de una despedida anticipada (de esas que siempre odio). La misma historia se repite: la de la madre que emigra y que con el pasar del tiempo, tan pronto como un resfriado de invierno, se lleva a sus hijos. La madre de Cenid, en menos tiempo en que se prepara un Ajinomen y con la incólume idea de viajar a España, vaticinó el futuro de su hija en dos segundos, de los cuales, creo yo, utilizando un pan francés de bola de cristal, imaginó pagarle a su hija la carrera artística, verla establecida y casada con un español. Creo que en dos segundos más le pronosticaba la herencia, la cantidad de hijos, la dirección exacta donde viviría y el nombre de su ama de llaves de nacionalidad inglesa. ¿Por qué las madres son tan crueles para con uno? La maldición de un efecto retardado me sigue. Soy un chico imán.

PRIMER TAXI: A MORDIDAS APRENDI
Abordo de nuestro primer taxi mi cuerpo es extraño. Ella saca de su bolso mi CIA (Cuaderno Intel Azul), aquel que me sirve de borrador de algunos escritos, que se lo di a guardar en el momento en que nos vimos. Lee algunas líneas y entre hojas se percata de ese texto ‘Vacaciones en Suecia’, lo evade. Quería saber su opinión. Reconozco mi atrevimiento al mostrarme como un amante anónimo seducido por la idea de escribir líneas al escuchar los tracks de un disco. (Vamos, ese también soy yo, muy adelantado, sí). Ella abre su agenda Lucho Hernández, repasa las hojas y me esconde con un celo feroz algo entre sus escritos. Qué diablos pudo haber sido; seguro algo de un admirador de clase, una carta dirigida a un fulano, o una misiva de ‘Cesos’ declarando una vez más y por escrito su amor a Cenid (la primera vez fue por el Messenger). Qué diablos, no me incomoda. Observamos sus dibujos: “esa es una galaxia”, “aquello es un planeta”, “aquí están los ojos pero… no tiene forma”, son las cosas que llegamos a decir al ver sus diminutos dibujos crípticos; riendo cada tanto al descifrarlos. Tal escena me aceleró los nervios y la ansiedad; mis manos temblaron y no pude controlarlas, cerré y abrí los ojos a una velocidad en picada. Debo... le debo hacer algo. Le digo que estoy hiperactivo. (De vez en cuando siento esa sensación de querer estar en movimiento. Es una locura manipulable). De pronto mis manos cubren sus orejas pues suena por los parlantes del taxi un track que no le gusta, presionando cada vez más hasta que no me pueda oír. Aún, igual de hiperactivo, ella ofrece sus manos para mi disfrute con la advertencia de tener cuidado con su dedos recientemente heridos. Su brazo derecho es mi trofeo a mi locura y lo meneo como un bebé. El movimiento veloz de mi cuerpo no cesa. Realizo gestos “locuros” que no son percibidos por los autos vecinos: mis manos deslizándose y dejando un rastro de víctima sobre la ventana. No puedo más. Ella me invita a morderla como parte de una solución. Desnudo su brazo diestro y procedo con una escena carnívora: morderla a mi antojo. Ella me convierte en un animal. Entonces nos mordemos la misma cantidad de veces sentados sabrosamente en el asiento posterior del taxi. Adictos a las mordidas con los brazos desarmados de telas que los cubran, inyectándonos los dientes como agujas: el veneno de nuestra saliva (que hacía su aparición después de larga ausencia de descanso). Me hacían tan bien esos mordiscos soporíferos. Tan cerca de ella y apunto de acabarse nuestro viaje, y con restos de mi hiperactividad aún vigente, termino por dejarme caer sobre sus piernas. Tenía la perspectiva de una visión de niño observando los hoyuelos de su nariz. El viaje está por terminar, dentro de unos minutos llegaremos a su casa, pienso rápido y sugiero ir más lejos, ella acepta y extendemos nuestra escena. “Señor llévenos a la Municipalidad de Los Olivos, le pagamos lo que sea”, exclamó. Ella y yo viajando en amorfa posición. Tendido sobre su regazo ella me calma con un dedo sobre la nariz. Yo sobre sus piernas y con el calor de su vientre me siento sedado dando por concluido todo acto de hiperactividad. “A veces, después me siento como sedada”, me dice despacio al ritmo que lleva la escena. Cierro los ojos para que mi mano se comprometa en tocarle el rostro: se topaba con su cabello y la frontera entre su cabeza y cuello. Mi mano se desliza a su antojo: recorre sus cejas, baja por las pestañas y encuentra su ojo cerrado, seguido se desliza por su nariz y desemboca en sus labios, toma parte del mentón, cae por su cuello y vuelve a subir por su mejilla. Fueron diez segundos que Dios me puede envidiar en su condición de un ser no-terrenal. Se repite la escena pero en desorden y con mis dedos cada vez más torpes. Todo iba bien hasta que… “¿Aquí esta bien?”, preguntó nuestro taxista.

SEGUNDO TAXI: EL TAXI DE LA FURIA
No perdemos tiempo y reanudamos, nuevamente, el regreso a casa en nuestro segundo taxi del día. El vehículo abordado es similar al primero y las costumbres se repiten. Ella me invita a su regazo dándose ligeros golpes de muslo, yo sin dudarlo me acerco más y la abrazo. Suena por la radio un tema de Juanes. Éramos nuevamente nosotros dos, tan abrazados como antes, con los rostros tan próximos y con la ventaja de haber pasado por un cuadro de hiperactividad que ayudó a que mis movimientos se aflojen. Beso sus cabellos con la ilusión de volverle a besar los labios. Le hago espacio para que acueste en mi lecho, era el momento para contemplarla y repetir la escena de hace unos días en los que jugaba con sus labios y ella intentaba poder reír. Lo hace. Se acomoda las prendas: sus pellejos desnudos pueden ser transmisores de gélidos vientos. Verla tierna sobre mi, me llama al goce perfecto. Su suavidad se desata y queremos un viaje largo (ella no quería que acabara al igual que yo). La idea de un viaje infinito aún no existe. Suena por la radio Maná y no nos gusta para nada, nos dopamos los oídos y recomiendo cantar siquiera una canción de cumpleaños: ‘Rompe la piñata’. Mis dedos a la suerte de baquetas golpean su frente como una tarola, es la introducción de la canción y luego… “¡Piñataaaa!!!”, repetimos a la vez. Reímos. Suena ahora Soda Stereo: ‘La ciudad de la furia’. “Me dejarás caer al amanecer, entre tus piernas”. Me dice que canto aterrador. “Tú también”, me defendí. Siempre tendida sobre mí, la abrazo con celo y le cubro el escote con parte de mi saco a cuadrados en señal de mi respeto a su piel canela mientras se apega más a mí. El taxi hace un giro y cambia de avenida, “en la farmacia, por favor”. Los viajes en taxi llegaron a su fin.

Los viajes en taxi me acercan a ella como un niño a su regazo. Fui un viajante acurrucado entre su vientre. Si existe el viaje perfecto, este se le acercó bastante; y ojalá yo pueda acercarme más y la próxima robarle un beso de la boca, tan perfecto como un taxi que nos trata de pasajeros eternos.

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