- Iré hoy.
- Salgo 10 para las 8. No demores.
- No lo haré.
- Veremos entonces.

Nuevamente llevo prisa y dentro de un taxi cualquier precio sería el adecuado. Ya los treinta días sin verla se convierten en treinta minutos de distancia. La última vez me negó un libro, pero qué diablos. Sí, una vez más mi cita con la chica de cabello esponja, está por empezar.

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Es Mayo catorce y hace tanto frío para abrazar y ser abrazado siempre contra ese mismo cuerpo: blandamente pequeño y atrevidamente cálido. Esperé en el mismo lugar de siempre instruido por una costumbre reciente. Las manos me congelan y pienso dos veces antes de tocarme los dedos. El tráfico es lento, pesado y escandaloso; todas las rutas palpitan en mis orejas.

Aquí parado, las paredes de la universidad son una suerte de sonrisas a dientes rotos; se observa quien viene de atrás, pero ella aún no asoma a la salida.

El frío inquieta, juega con mis telas colgantes se mueven tan bien que parecen conocerse de tiempo. Viejos amigos. El frío, se inmiscuye en mis prendas e ingresa por espacios reducidos a refrigerarme los pellejos: me eriza y de gallina tengo la piel. Sí, tiemblo, no sólo por las gélidas brisas que me acunan y baten; tiemblo también de nervios. No sé si me vea bien el día hoy. Reciclé unos viejos calzados que poco aprietan mis pies helados; un pantalón oscuro me cubre las pálidas piernas chuecas; un cambiante, pero rutinario, polo blanco; una chompa de cuadros en la pechera que adquirí en un supermercado (pienso que las chompas de cuadros van en invierno: tan alegres como la estación); después de toda la chulería encima traigo un blazer que –creo yo- aún le gusta puesto en mí.

Ya han pasado varios minutos desde la hora acordada. Talvez alguien detiene tu huida.

- ¿Qué ya te vas?
- Sí, ya me esperan afuera.
- Ahhhh…. Te vienen a recoger.
- Es sólo un amigo.
- Y… no nos lo presentas.
- No, es eso, un amigo (…) nada más.

Maldición, a qué hora te veré pasar por los dientes rotos.

Deseo tenerte ya.

Este frío fabrica abrazos de frazada baratas de tigres.

Todos salen ¿dónde está tu cuerpo?

Ven ya.

- A poco te interesa él.
- Sólo salimos.
- ¿Nada más?
- Me lleva a casa en taxis.

Hasta aquí tengo casi de memoria todos los –espero- 37 escalones que tiene ese puente.

Tantos alumnos en esa bendita Universidad caótica que nunca te he visto traspasar la salida.

A mi lado, a un par de metros, tengo a una expendedora de dulces al por menor con su pequeña canastilla rodante con las que uno hace las compras en cualquier mercadillo. Todas las golosinas que comía de niño las lleva ella. Tanta azúcar que envenena no menos que los cigarrillos Hamilton que compran –con pose adulta- algunos universitarios.

- ¿Tiene Winston?
- No, no hay joven.

Un alumno tabacalero enviste una de las tiras de frituras que cuelgan del cochecito y la hace caer, su grupo arma un escándalo a la altura de situación.

Eh ahí la vendedora con su cuerpo extraño: lleva una chompa bajo otra para alcanzar una contextura sospechosa; un gorro de lana le cubre la cabeza. Sentada tiene casi la misma altura que su cochecito y te atiende al pie del puente al que Cenid y yo denominamos ‘Casettes’. Tiene el rostro triste, esconde su mirada con timidez tras golosinas de Arcor y Nestlé con sus envolturas copiadas del mismo arco iris. Chocolates, caramelos, galletas, cigarrillos, gaseosas, etc., de todo vende; sus productos a base de sal, harina, azúcar y nicotina. Ella tiene unos cincuenta años y muchas ganas de trabajar para mantener a, quizás, cinco niños en edad escolar. No mide más de un metro sesenta con su piel trigueña; ni mucho menos, talvez, vivirá por San Miguel. Me observa, tiene algo en los ojos cuando me ve. Si Cenid salió antes de que yo llegara, sería capaz de dejarme un recado con algún extraño y ella podría ser la indicada. Nunca intercambié palabra alguna.

Una policía se le acerca “ya vengo para contarte”, le dice en tono amistoso, a la vez que le obsequia su vaso de café caliente y aún por terminar (el vapor lo delata). Ella bebe el obsequio líquido.

Quiero esperarte más pero el frío me está ganando.

Falta poco más de dos horas para la media noche.

Creo todo es en vano.

Ya los más de cinco chicos que esperaban a sus parejas cerca de mi, salieron abrazados de ellas. No faltó uno, de esos románticos con rosas rojas a las espaldas. Maldito.

La vendedora sabe que mi chica no saldrá nunca, que espero en vano.

Talvez dentro de treinta días me vaya mejor.

Como dice el título de un cuento: Muera el amor y todas sus malditas variaciones pero nunca mueras tú.

21:40 hrs. Nadie me ve y empiezo la retirada.

2 Comments:

  1. Anónimo said...
    Niño bello si m hubieras esperado a mi hubiera salido antes d la hora, q pena que se perdio de una linda conversacion y salida tuya sobre todo de una amena compañia.....
    Anónimo said...
    =/

    Flo, ? ...vaya-

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