Son poco más de las una y treinta de la madrugada. Estoy sentado en el sofá acompañado de una luz que hace su mejor esfuerzo. Me gusta este silencio de muerto que instiga paz. Hace unos minutos me despojé a duras penas de un afecto en forma de abrazo a mi madre. Yo no quise, fue el corazón (pues debo tener uno).

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Pero a veces soy tan inhumano; merezco la pena más drástica de un Dios furioso e irónicamente salvador, aquel que mi madre reza mañana, tarde y noche.
El desorden de un muladar declarado, adecuadamente sentimental pero sin reconocerlo oficialmente, ese soy: un ser estatuario casi frío; más que los pies de una próxima víctima en invierno a ser atacado por dos justicieros enviados desde el cielo. Hoy mamá me envolvió de amor y yo muy cruzado de brazos.

PARABRISA MATERNO
Me dirijo hacia el baño debiendo pasar por la sala con toda obligación. Lerdamente busco mi cepillo de dientes y procedo con la higiene bucal nocturna. Confirmo un llanto sosegado acompañado de una dilatación nasal. Sentada en el lugar donde estoy ahora, con esa típica bata azul, vistiendo dos tallas extras de pijama blanca que tapiza su grueso cuerpo de madre de más de cincuenta años y con los pies envueltos en pantuflas grises, yo veía a mi madre disimular un llanto con un rezo. Tenía la cabeza hacia abajo como sometida a Dios, y sus brazos y pies como siameses. A oscuras le pido a mamá que vaya a dormir.
- Mamá.
- Hijo.
- Ve a dormir.
- Ya iré, estaré un rato más aquí.
Esa última frase me recordó a mí por un instante. Ella era yo o, talvez, yo era un espectro y mi alma realmente se encontraba dentro de mamá. Me alejé dando unos pasos alrededor. Decidido, prendí una lámpara de luz ingrata. “Entonces te haré compañía hasta que te vallas a dormir”, dije mientras me depositaba en el sillón al lado suyo. Me crucé de piernas y manos en lo que vendría a ser una floja autocaricia de invierno. Mamá estaba triste. Sus fosas nasales delatan mucosidad y son testigos de un llanto que cesó. Me dice que yo vaya a dormir porque ella ya iría, pero no la quiero dejar sola, me preocupa su tristeza, aquella que nunca podré comprender.

Mamá, con la congoja detenida en el alma, se atreve a abrazarme y yo ni me inmuto. Soy un pedazo de carne sin sentimientos; mamá practica un te quiero que nunca escuché. Mis oídos y otros sentidos estaban lejos de aquí; talvez “yo soy un robot”, (que es lo siempre les digo a mis amigos en la oficina al medio día).

“¿Me puedes dar un abrazo?”, preguntó mamá en luctuoso estado. Gélido y torpe, sin saber como actuar, desajusté mis brazos inertes y los deslizo sobre su espalda. Lentamente compartimos un abrazo el cual las entrañas lo identifican como uno ‘real’; todo mientras mi ombligo saluda de cerca a su matriz. Frente a mi, en lo que me permite observar la luz ingrata, hay una pareja que nos imita o bien me enseña la forma correcta de abrazar; es el pequeño cuadro de la virgen María cargada del niño Jesús.

Mamá brevemente se desprende del afecto y pasa a acariciarme únicamente con su brazo izquierdo; ella encarga toda su ternura a su pulgar y este actúa como un parabrisa materno sobre mi hombro. De derecha a Izquierda, de izquierda a derecha va dejando su rastro sobre un pedazo de mi piel. Un beso en la frente disimula su acto. Esquiva su mirada, no me ve. Por un segundo giro mi rostro hacia ella y se atreve en acostar su amarillentoso cabello esponjoso sobre el mío, esponjosamente negrusco.

“¿Estás triste?”, interroga mamá más calmada; “no”, le miento. Si supiera que deseo una danza de ángeles sobre mi cama y que me asciendan hacia ese cielo que reniego por su difícil camino para acceder. Tan sólo soy un humano habitante, muy acostumbrado a los viajes gratis.

Pero yo sé por qué mamá esta triste queriendo ser una Magdalena. Sus roces verbales con mi padre la hieren. La fe que se construye, hoy de noche la consuela. Mamá, a veces, no puede con papá en su estado de terco alcohólico.

LEVADURA PATERNA
Papá llegó pasado la medianoche. Conciente pero ebrio. Unos kilos de fruta con vitamina C no resuelven su estado etílico. Minutos después se mete una ducha con agua fría para ahogar levadura, cebada y lúpulo a la vez. Me llega que en su –disque- Fe cristiana siempre tenga que volver a esto. Ya es patético, y más cuando después de salir de la ducha, intercambia palabras en tonos altos con mi madre. De lejos oía algún reclamo no atendido o alguna ‘sacada en cara’. Es la misma escena absurda del borracho discutiendo por naderías, frusleros reclamos en círculo de nunca acabar. Mamá responde pero poco puede hacer. La industria cervecera, a la que le basta y sobra recomendar con enjutos y palurdos avisos de “tome con moderación”, que esta vez mi padre representa, ha salido ganando en esa pequeña e hiriente -para mamá- discusión casera.

Que se va hacer pues, un ebrio siempre tiene la razón. Jamás pierde sus facultades para llevar una conversación amena y sobre todo respetuosa en un hogar. Papá debe recordar que desde años atrás construye, junto con mamá, un lugar allá arriba gracias a su Fe. No valla ser que su cabaña sea del mismo material de los tres cerditos.

Mi actitud diletante para provocar un afecto me cuesta y más aún con mamá en triste escena. ¿Qué tan importante es darle un abrazo? Algún día podré ser más humano, un ser de fácil contacto en este mundo real, todo antes de que lo pueda lamentar. ¿Conoce usted de algún lugar o taller de una vez por semana de cómo abrir un corazón y aprender a obsequiar un fraterno abrazo? De preferencia después de las siete de la noche que salgo del trabajo. Soy un robot o un pedazo de carne (defínalo usted mismo, pero no tiene otra opción).

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